martes, 10 de octubre de 2017

Postales del sur # 1 - A Daniel

De un tiempo a esta parte vengo pensando mucho en mi amigo Daniel. Me encantaría ser un poco como él. Sereno, desvergonzado. No digo valiente porque para ser valiente hace falta primero tener miedo y, jamás, en los más de veinte años que lo conozco, lo vi tener miedo. Ojo, que mi amigo no es uno de esos locos incapaces del vértigo ni un suicida ni nada que se le parezca. Sencillamente es un tipo que la tiene muy clara en todo sentido. Ojalá sepa cuánto lo admiro.
Recuerdo que una vez en una fiesta, pasadas las cinco de la madrugada, esa hora donde los borrachos se sinceran o se les da por hablar de más, dijo que me admiraba.
—A vos y a Ale. Yo no soy inteligente como ustedes. No sabés cuánto los respeto por eso. Los escucho hablar y los admiro mucho, chabón. Ustedes están en otro nivel, son como dos genios o algo así.
Me conmovió. Me dio pena. Me dio rabia. Hubiera querido decirle que no, que el de la inteligencia admirable es Alejandro. Y que de todas formas Ale y yo somos dos pelotudos demasiado tímidos que casi no saben vivir, que no pueden evitar sufrir por nimiedades. Dos cobardes que piensan demasiado todo y nada más. Aunque sí, Ale es muy, muy inteligente.
A Daniel lo conocí en cuarto grado. Era un pendejo inquieto, cargoso. Insoportable. Tenía cara de duende malicioso. Más de una vez quise pegarle, pero siempre fue más rápido y más ágil que yo. Era un duende, después de todo, y yo un gordito con pecas.
Otro recuerdo triste que tengo de él, además del de la fiesta: teníamos trece o catorce años, habíamos ido a jugar un partido de fútbol de un torneo en el que nos habíamos anotado. Faltaba media hora o más para el partido y nos fuimos a una plaza cercana a matar el tiempo. A él se le dio por trepar a un árbol que recuerdo altísimo, y cuando se acercaba la hora de volver a la cancha el ñato no se quería bajar. Daniel, no seas boludo, bajá. Insistí y me harté, porque además de negarse a bajar se le dio por ignorarme. Le tiré una piedra. Quién sabe por qué, para llamarle la atención, supongo, o porque con los pibes de mi cuadra solíamos tirarnos piedras, qué sé yo, cosa de pendejos pelotudos. Apunté al tronco pero me salió directo a su cabeza. Él la vio venir y le tiró un manotazo, desviándola apenas.
—Qué puntería vieja...— me felicitó el infaltable borrachín de plaza que estaba de turno.
Hasta el día de hoy recuerdo el incidente y asumo con culpa el malestar que me provoca. Pude haberlo noqueado, calculo como entonces, y si se caía de esa altura andá a saber cuánto lo lastimaba. Digo, cinco o seis metros en caída libre. Por ahí se moría.
Decía al principio que es un tipo sereno. Bueno, tiene sus excepciones. Teníamos dieciséis, una Navidad, en la vereda de la casa del finado Manuel. Yo estaba borracho, creo que Daniel también. Pasan unos pibes, hay gritos, puteadas. Daniel, pelotudo, qué camorrero que sos, pensaba yo. A los quince minutos vuelven los pibes de la discordia inicial con refuerzos, son como treinta. Daniel agarra un ladrillo y se planta, vengan de a uno manga de cagones. Hace unos meses se cruzó con un ex boxeador en una estación de servicio, otario. Sí, a un campeón del mundo, al que encima le dicen “el Roña”. De alguna manera sobrevivió sin un rasguño a estos dos episodios y a otros parecidos. Si uno deja de lado sus aires de compadrito, Daniel es un tipo sereno. Ante cualquier situación por la que yo suelo perder la cabeza el siempre está tranquilo, siempre sabe lo que tiene que hacer y cómo hacerlo. Si la vida le tira un quilombo, del tamaño que sea, lo resuelve y punto. Mientras yo me hundo en laberintos, el tipo avanza con la mirada fija, imperturbable; mientras yo dudo y me torturo y me abandono al miedo, él no conoce la vacilación ni la cobardía; mientras a mí me enferman algunas pequeñas interacciones que tengo con seres humanos que me son extraños, el se ríe del mundo entero. Cómo te admiro Daniel. Tenés la capacidad de pasarte el universo entero por donde se te antoje sin dejar de ser una muy buena persona.
Sólo un suceso, según me consta, fue capaz de hacerlo trastabillar y caer. Por lo menos hasta que nació su hijo, me figuro que debe ser lo más importante que le pasó en la vida. Y yo me siento un pelotudo porque nunca me animé a pedirle que compartiera esa angustia conmigo, que me contara, que me hiciera parte, que me confiara ese lugar de su vida. Hace más de veinte años que lo conozco y no me animo a preguntar, no encuentro el momento, no sé generarlo, no sé si quiere que le pregunte o que siga callando.
De un tiempo a esta parte vengo con la cabeza muy quemada, en un laburo de mierda que significa una presión constante en un ambiente de una densidad terrible. Ojalá pudiera ser como mi amigo Daniel que es, básicamente, todo lo que yo no puedo ser.
Estaría piloteando mis ansiedades como un campeón, cagándome de la risa de todos.

2 comentarios:

  1. Mostrale esto que escribiste. Creo que lo sabe, pero sigue siendo hermoso decirle a alguien que querés que lo querés.

    Y explicame por qué el texto a Daniel lo escribe Ariel. No puedo seguir acusándote de imitarme, ya no entiendo nada...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¿Vos decís que se lo muestre? No sé...
      Y lo de Ariel ya te lo expliqué. Además, es un poco un disfraz.

      Eliminar