viernes, 23 de diciembre de 2022

Postales del sur #23 - Cantos de cisne

Hace unos meses estuve relativamente ocupado en no acordarme de un grupo de personas de las que me alejé. Mientras iba completando mi rutina con asuntos que ocuparan los vacíos de esas ausencias, la memoria me tiraba recuerdos a la cara con cierta violencia. Como ir caminando tranquilo por la vereda y que te tiren un baldazo de agua en la cara. Cosas tan simples que nunca, ni una vez, las había pensado después de haberlas vivido. Asociaciones caprichosas y evocaciones impulsivas de asuntos insignificantes que, por aquellos días, estuve recordando por primera y última vez. Ejercicio algo inútil, acaso doloroso, pero siempre involuntario. Una noche se me ocurrió que la solución podía ser agarrar una pala y excavar en otros años. Apuntar esos destellos nostálgicos en otra dirección. Cosas curiosas que encontré:
 
a) Es verano y tengo trece años. Estoy jugando al fútbol con mis amigos en la cancha de la esquina, donde pasábamos todo el tiempo que podíamos. Hay uno que se llama Damián o tal vez Darío. No recuerdo bien su nombre porque es el único que no es del barrio: es el primo de mi vecino del frente y frecuenta nuestra calle únicamente durante enero y febrero. Es pálido, regordete y pecoso. Es áspero y bruto, compadrito. Como todos los que frecuentan esa casa del frente. Tiene rulos negros y la boca casi siempre entreabierta. Pico por la punta con la pelota, Damián o Darío me marca. Pierdo la pelota, saque de arco. Volvemos caminando juntos hacia la mitad de la cancha, jadeando por la corrida. Estamos a cierta distancia de todos los demás, que le prestan atención a la pelota que está en algún otro lugar. "Qué lindo que sos", me dice.
 
b) Es verano y tengo doce años. Estamos jugando en la vereda de Doña Ana, la mejor cancha de bolitas de la cuadra: nada de pasto, todo tierra y con dos árboles inmensos que daban mucha sombra. Detrás de la línea de salida quedamos los dos últimos en tirar, el resto está del otro lado del ahorcado. Damián o Darío me mira serio, como enojado, y me dice "qué lindo que sos".
 
c) Es verano y tengo, creo, catorce. Estamos jugando a nuestra versión del quemado: todos menos uno se tienen que formar hombro con hombro, con los talones pegados y los pies abiertos formando un arco que flanquea un agujero en el piso; el que saca, enfrentado, tiene que embocar una pelotita de tenis en uno de esos agujeros. Cuando eso sucede, todos tienen que cruzar una línea que está a los 60 metros; el que recibe la pelotita cuenta hasta diez y luego tiene quemar a uno antes de que alcance la meta. El que es quemado tres veces va al paredón a recibir los pelotazos del resto. Eso duele, te tiran tres cada uno. El objetivo del juego es lastimar. Otro de los tantos juegos de varoncitos del conurbano que consisten en mostrar fuerza y hacer doler. Reglas más, reglas menos, siempre es violenta la cosa. ¿No te gusta? Si querés jugar en la calle y que más o menos te respeten, esas son las reglas. Estoy al lado de Damián o Darío, especulando con el destino de la pelotita de tenis. Me mira fijo, como a veces hacía, y me dice "qué lindo que sos". Otra vez, no sé qué responderle.
 
d) Es verano y tengo quince años. Los pibes del barrio estamos sin pelota y sin pelota no se puede jugar al fútbol. Para entonces ya no juego arriba, atajo. Creo que soy relativamente bueno, o al menos eso suelen decirme. Dos tipos de la vuelta de mi casa, de más de cuarenta, quieren patear tiros libres. Me pasan a buscar para que ataje. Ellos pelotean, yo atajo; todos felices. Bueno, no todos. Algunos pibes de la cuadra están sentados en un costado de la cancha. No sé si están molestos porque soy el único que está jugando al fútbol o qué, pero Damián o Darío, arengado por los otros, me grita muchísimas veces "puto de mierda, sos un puto igual que tu tío".
 
 
 
 


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